Hoy tuve un día tremendamente ocupado; no hice absolutamente nada...
Un día lleno de movimiento, de apariencia estática porsupuesto, pero solo comparable a un embotellamiento en el tunel bajonivel de cualquier autopista de alta velocidad.
Partió como cualquier otro: Muchos llamados por hacer cuyas operadoras en vez de contestar dejaron a mi imaginación el apetitoso desayuno sellado al vacío de consecionaría de catering para empresas, o la conversación acelerada vía celular con la nana que le cuida al pequeño que aguanta con 38.5 de fiebre los treinta y tantos grados de calor del día, la ida al doctor que no logró atender al paciente distraído porque olvidó sus documentos, la reunión suspendida para el día que sigue, las otras reuniones reemplazadas por extenuantes acuerdos online, etc.
Finalmente, luego de una larga jornada de postergada ocupación vino el parque, la fruta, los lácteos, el pasto, el porro, la bronca con la pendeja que tira la basura al suelo para verse mas mala y por tanto grande, pokemona, sofisticada y sensualmente desafiante ante sus pares, los niños jugando y el cielo... el cielo a brazos extendidos contra el suelo, invitando a las hormigas a subirse al tren humano a pasear un rato y volverse locas cuando notan que el piso que muerden se mueve de golpe.
Hay un grupo de ciegos ("habitués" del Parque forestal) trotando vestidos de marathon, una señora de tantos años que al verla no logro imaginar como llegó de donde sea que vino hasta la banca sobre la cual se sienta, una pareja de hombres, otra de mujeres y varios combinados.
La presunta "no acción" es culposa, te obliga a pararte si estás sentado, a sentarte si estás de pié, a tomar algo si tus manos están vacías... lo es claro, en lugares como el centro de una ciudad, donde es difícil no accionar entremedio de un mar de acciones de diversos colores, olores, tensiones y temperaturas.
Ya en la vereda están las vitrinas, las librerías, los kioskos, y todos los grandes remedios del no accionador. Esta vez decidí no recurrir a ninguno.
Me enamoré de una cuadra, di vueltas en ella una y otra vez hasta que elegí mi vereda favorita. Comprendí ciertos gustos por la propiedad de algunos oficios antiguos de la historia humana y el placer de pensar "esta es mi vereda". Recorrí su linea, identifiqué los diversos relieves de sus escasos trescientos metros, cuando depronto volvió: La culpa del vago, de la no acción. Decenas de ojos de los locatarios preguntándose por el personaje deambulando me obligaron a pensar con rapidez en algo que hacer para justificar mi presencia en aquella vereda cuya pertenencia me era ya algo indispensable a esa hora de la tarde. Me inventé un paradero de micros, ahí mismo, donde las micros no paraban, al lado del señor de la verdulería que vendía los pepinos mas deformes y mustios que he visto en mi vida. Y cual accionador agotado por una eterna jornada laboral me quedé ahí, esperando la micro que jamás pararía en ese lugar, o el taxi que había llamado por el celular que perdí hace una semana o el auto que me pasaría a buscar para la comida de la noche, no importaba, ya no había nada a la vista de los jueces de la acción cuyos cuestionamientos habían generado que mi culpa me hiciera inventar una razón para usar esa vereda para nada.
Finalmente me dí por satifecho, me despedí de mi leal compañero-territorio de la jornada y encontré en la nada toda una aventura sin patas ni cabeza a la cual agradezco porque mañana es un largo día que ahora, como nunca, espero con ansias.
Un día lleno de movimiento, de apariencia estática porsupuesto, pero solo comparable a un embotellamiento en el tunel bajonivel de cualquier autopista de alta velocidad.
Partió como cualquier otro: Muchos llamados por hacer cuyas operadoras en vez de contestar dejaron a mi imaginación el apetitoso desayuno sellado al vacío de consecionaría de catering para empresas, o la conversación acelerada vía celular con la nana que le cuida al pequeño que aguanta con 38.5 de fiebre los treinta y tantos grados de calor del día, la ida al doctor que no logró atender al paciente distraído porque olvidó sus documentos, la reunión suspendida para el día que sigue, las otras reuniones reemplazadas por extenuantes acuerdos online, etc.
Finalmente, luego de una larga jornada de postergada ocupación vino el parque, la fruta, los lácteos, el pasto, el porro, la bronca con la pendeja que tira la basura al suelo para verse mas mala y por tanto grande, pokemona, sofisticada y sensualmente desafiante ante sus pares, los niños jugando y el cielo... el cielo a brazos extendidos contra el suelo, invitando a las hormigas a subirse al tren humano a pasear un rato y volverse locas cuando notan que el piso que muerden se mueve de golpe.
Hay un grupo de ciegos ("habitués" del Parque forestal) trotando vestidos de marathon, una señora de tantos años que al verla no logro imaginar como llegó de donde sea que vino hasta la banca sobre la cual se sienta, una pareja de hombres, otra de mujeres y varios combinados.
La presunta "no acción" es culposa, te obliga a pararte si estás sentado, a sentarte si estás de pié, a tomar algo si tus manos están vacías... lo es claro, en lugares como el centro de una ciudad, donde es difícil no accionar entremedio de un mar de acciones de diversos colores, olores, tensiones y temperaturas.
Ya en la vereda están las vitrinas, las librerías, los kioskos, y todos los grandes remedios del no accionador. Esta vez decidí no recurrir a ninguno.
Me enamoré de una cuadra, di vueltas en ella una y otra vez hasta que elegí mi vereda favorita. Comprendí ciertos gustos por la propiedad de algunos oficios antiguos de la historia humana y el placer de pensar "esta es mi vereda". Recorrí su linea, identifiqué los diversos relieves de sus escasos trescientos metros, cuando depronto volvió: La culpa del vago, de la no acción. Decenas de ojos de los locatarios preguntándose por el personaje deambulando me obligaron a pensar con rapidez en algo que hacer para justificar mi presencia en aquella vereda cuya pertenencia me era ya algo indispensable a esa hora de la tarde. Me inventé un paradero de micros, ahí mismo, donde las micros no paraban, al lado del señor de la verdulería que vendía los pepinos mas deformes y mustios que he visto en mi vida. Y cual accionador agotado por una eterna jornada laboral me quedé ahí, esperando la micro que jamás pararía en ese lugar, o el taxi que había llamado por el celular que perdí hace una semana o el auto que me pasaría a buscar para la comida de la noche, no importaba, ya no había nada a la vista de los jueces de la acción cuyos cuestionamientos habían generado que mi culpa me hiciera inventar una razón para usar esa vereda para nada.
Finalmente me dí por satifecho, me despedí de mi leal compañero-territorio de la jornada y encontré en la nada toda una aventura sin patas ni cabeza a la cual agradezco porque mañana es un largo día que ahora, como nunca, espero con ansias.